El estado de Texas, donde me encuentro temporalmente visitando mi hija y su familia, tiene un nuevo encanto durante el mes de diciembre.
Ya las calles y casas se encuentran adornadas con motivo de las fiestas de finales de año.
Los texanos son originales en todo y tratan de recurrir a elementos más acordes con el clima templado y buscan, en lo posible, no presentar Santas con abrigos rojos y trineos, y menos nieve, que se verían ridículos con el calor que hace algunos días en este estado del sur de los Estados Unidos.
Para mí el cambio es muy grande. Del paisajes lleno de nieve en Upstate New York, donde vivo, a los días tibios y brillantes de Texas, donde uno en la pradera - o un poco alejado de las ciudades- pareciera estar bajo una enorme y resplandeciente campana de cristal, con un cielo intensamente azul que se une en los cuatro costados con la tierra.
Siembras de algodón tratan de dar al paisaje la blancura que le otorgaría la nieve. Pero es todo una ilusión que se rompe de tanto en tanto, especialmente cuando hay viento y se generan remolinos y ruedan arbustos pequeños dando tumbos entre las matas de copos blancos.
En este tiempo del año, la originalidad es algo que el texano busca en todo, incluso en las guirnaldas que adornan el frente de las viviendas, algunas hechas de cactus.
Hay muchas luces de colores, diversas figuras talladas en hierro, de las cuales los artesanos son expertos aquí. Recetas de cocina se intercambian entre familias y amigos.
Los restaurantes colocan gorros navideños a sus adornos, en general ciervos y ejemplares de ganado, que están en los bares y comedores de los recintos.
La cordialidad de los texanos va intrínsica con su carácter, aunque tengan como lema "don't mess with Texas". Aman a su estado, al que encuentran el mejor del mundo y proclaman, con marcas y carteles en el inicio y salida de los límites de Texas, estar orgullosos de que sea la tierra de George W. Bush.
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